Como mantra ensortijado en mi propia piel, me desnudo de la vida como fruta tierna que se pela y desmenuza hasta llegar al hueso. Y es ahí, en ese punto exacto, donde pierdo la conciencia de lo que soy y del lugar donde me hallo; y entonces comienzo…; como nacimiento que, tras pasar un espacio angosto y oscuro, de pronto ve(o) la luz. Podría decir(os)te que es ahí donde todo se hace vuelo (y en verdad vuelo), pero no antes del crujir de estas vértebras que me sostienen y se retuercen en su aullido de transformación. Y tras cruzar esa vereda de encrespadas ramas y enmohecidas piedras que subyugan y se adhieren a mi carne como espesa hiel, se despliegan los apéndices, oriundos y bizarros, impregnando en queratina (cual plumas de albatros) el verbo preñado que sufre y grita antes de parir… y ser; ser océano donde volver a nacer.
“A pocos días de tu día, Poesía; quizá sietemesino, mi verbo,
no pudo esperar. Impetuoso se me escurrió de entre estas aguas y mis albatros,
que no limitan”
Elin, una joven muchacha cuyo nombre vikingo significaba
resplandeciente, recibió por sorpresa una invitación para un baile de máscaras de fin de año. No sabía la procedencia ni el motivo de dicha proposición, pero más allá de su timidez y su dulce inocencia irradiando por
cada poro de su blanquecina piel, había una mujer aventurera y pasional dispuesta
a aceptar cualquier experiencia que la hiciese vibrar; así que, a pesar del misterio que encerraba aquella situación, leyó las indicaciones de la nota que había junto a la tarjeta y, deseosa y excitada, aceptó.
Debía llevar un vestido apropiado para el evento y... de fácil acceso a los recovecos de la piel... Eligió uno de ceñido corpiño anudado a la espalda, y de muy sutiles y finos bordados de oro que jugaban con el propio resplandor de su aterciopelada tez y su dulce mirada hambrienta de vida.
Cuando traspasó aquella gran puerta de recia madera,
supo que el castillo que ahora acogía su presencia, iba a atraparla entre sus innumerables salas y
pasillos con suelos alfombrados; entre aquella música que sonaba y acariciaba
los sentidos, y entre tantos rostros cubiertos de sugerentes máscaras y
esplendorosos trajes.
Un camarero, también con máscara y vestido con frac, le ofreció,
sobre una bandeja de plata, una tarjeta proponiéndole un nuevo reto,
una copa de champagne y, rodeando a esta, una cinta violeta de la que colgaba una
extraña y llamativa llave. Cogió la copa y, apenas se mojó los labios para dar un sorbo, deslizó sus dedos
hasta llegar a ella.
Su "apetito" comenzó a aflorar como rocío en primavera…
Y, como una niña escondiéndose de entre los invitados y las muchas
miradas que se cruzaban entre sí, fue dirigiéndose a unas largas y anchas
escaleras que, sin ninguna duda, llevaban a una de las puertas que su llave
abriría.
La tercera cerradura que probó fue la que
le cedió el paso. Antes de entrar se detuvo para observar y mirar hacia el fondo de aquella estancia con su ya habitual curiosidad, y con ese temor pululando en su estómago y que aún la excitaba más. Lo que había ante sus ojos era una
enorme y hermosa biblioteca desprendiendo ese peculiar olor que tanto le gustaba, e invitándola a
bailar y sentir entre cada uno de sus libros que parecían esperarla y abrirse para ella.
Sabía que aquello solo era el principio; el magnífico preludio de lo que iba a ser una velada profundamente intensa…
Apenas había cruzado la puerta, una voz sutil, pero
penetrante, sonó como eco rozando sus sonrojadas mejillas, indicándole que caminara hacia
una mesa de basta madera que había al fondo de la biblioteca;
Hay un sutil palpitar en la yema de mis dedos cuando sostengo en ellos la excusa de tu mirar. Y levitan mis pechos como tímidas alondras que en su vuelo y ruego (te) pretenden anidar. Se hacen eco mis labios aflorando su tempestad; son tus ojos los que riegan el ímpetu de mi mar. Y me lleva tu corriente como vigorosa serpiente reptándome a tientas sin réplica ni piedad. Ya confluyen los latidos: mi gemido y tu voz. Bebes de mi rojo lirio: ay... . . .